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Viejos ídolos del indie, nuevos ídolos del pop

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Vetusta Morla en el Festival SOS 4.8, Murcia. Foto: Capture The Uncapturable (CC).

Hace apenas unos días, a principios de los años noventa, un movimiento musical destartalado y sin forma concreta comenzó a alzarse espontáneamente entre las ruinas y los escombros de la movida. Todavía carecía de nombre y de recursos estilísticos comunes a todos sus grupos —esto se ha mantenido invariable hasta la actualidad—, pero nacía con la vocación de dar visibilidad a una nueva generación que encarnaba la ruptura con la escena alternativa española de la década anterior. Cantaban en inglés, buscaban a sus referentes en el noise, el lo-fi y el shoegaze, devolvían el protagonismo a la guitarra eléctrica y renunciaban a los alardes estéticos. Pasarían algunos años hasta que fueron englobados bajo la etiqueta indie.

Su evolución fue peculiar. Parece comúnmente aceptado que el punto de partida del movimiento fue la gira Noise Pop, organizada en el año 1992 por el sello Elefant y en la que participaron los grupos El Regalo de Silvia, Usura, Penelope Trip y Bach Is Dead —el embrión de Beef y La Estrella de David—. Sin embargo, pronto la etiqueta comenzó a acoger a bandas que se acercaban a otros géneros, alguno de ellos colindante con el noise pop y otros no tanto, como Surfin’ Bichos, Family, El Inquilino Comunista, Sex Museum, El Niño Gusano o Australian Blonde. A medida que los años noventa avanzaban y se sacudían de encima los últimos restos de la movida, el estallido en Estados Unidos y el Reino Unido de nuevos géneros como el grunge o el britpop produjo un contagio estilístico que afectó a muchas de las bandas recientemente comprendidas en el indie, que se abría tanto a sonidos más duros como a texturas, melodías y armonías propias de la psicodelia y el pop. Era la época en la que comenzaban a despuntar grupos que antes o después se convertirían en abanderados del movimiento, como La Habitación Roja, Le Mans, Sexy Sadie, Manta Ray o Los Planetas.

Poco a poco, crítica y público fueron volviendo cada vez más sus ojos hacia el indie. Lo que había germinado como una corriente de carácter marginal, exponente de la nueva contracultura, ampliaba ahora sus horizontes comerciales hacia las apetencias de una juventud que encontraba en el consumo de música indie una forma de distinguirse de la mayoría. El pop y el soft rock estaban cada vez más presentes en los registros de las bandas incluidas en la etiqueta, el castellano sustituía al inglés como lengua habitual y el rechazo a la música de los años ochenta desaparecía para hacer de esta, en muchos casos, una influencia directa. Una serie de circunstancias a las que permanecieron muy atentas las discográficas, siempre vigilantes desde las alturas, las cuales no tardaron en ver en el fenómeno indie una oportunidad para crear un mercado sólido donde antes no había nada.

La estructura destartalada y sin forma concreta que había surgido a principios de los años noventa era ahora, varios años después, un edificio amplio y firme que algunos de los grupos pioneros del movimiento habían abandonado —bien por extinción, bien por descreimiento—, pero que al mismo tiempo daba cobijo a grandes discos de otras bandas consolidadas como La Buena Vida, Sr. Chinarro, Nosoträsh, Undershakers, Los Planetas o los dos proyectos que habían nacido de la separación de Surfin’ Bichos: Mercromina y Chucho. Paralelamente, el fenómeno de los macrofestivales se afianzaba tras el rompehielos en que se constituyeron las diferentes ediciones del Festival Internacional de Benicàssim —en 1997, por ejemplo, asistieron al evento veintidos mil personas y contó entre sus cabezas de cartel con grupos y artistas de fama internacional como Sonic YouthPrimal ScreamPJ HarveyBjörk o Yo La Tengo—, mientras las grandes marcas se decidían a apostar por el indie asociando su imagen a la tendencia en monumentales campañas de marketing, como por ejemplo la de Generation Next de Pepsi. El resultado de todo ello fue la aceptación tácita de un cierto clima mercantil del que se renegaba no hacía demasiados años y que, unido al éxito comercial de bandas del sello Subterfuge como Dover o Los Fresones Rebeldes, provocó las primeras miradas de recelo por parte de los puristas hacia el concepto de música independiente.

Pero toda religión precisa de ídolos, y los del indie no tardaron en aparecer. De la Elephant Band, un grupo coruñés de psicodelia y power pop, surgió el primero: Xoel López y su proyecto en solitario, Deluxe. «I’ll See You in London», el primer single de su disco debut, se convirtió en un himno. En un alegato. En una declaración de principios. Todo lo que significaba el indie se concentraba en «I’ll See You in London». El sonido, la estética, la actitud. Incluso esas cuerdas del final de la canción eran, en sí mismas, el indie. La carrera de Deluxe era la propia evolución del movimiento. Con su segundo álbum, If Things Were to Go Wrong, las cifras abandonaron definitivamente la categoría independiente para pasar a competir a nivel absoluto. Xoel López era el nuevo referente.

Iván Ferreiro en el circuito Dkluba de Donostia Kultura. Foto: Lorena Otero Perales (CC).

Casi al mismo tiempo, y también desde Galicia, Los Piratas alcanzaban las cincuenta mil copias vendidas con su disco Ultrasónica. No había club de modernos, fiesta de modernos o discman de modernos en el que no sonase «Años ochenta». Ya habían conquistado el corazón del público indie con anterioridad gracias a éxitos como «Promesas que no valen nada» y habían formado parte de la nueva mercadotecnia relacionada con esta tendencia —tanto con una versión de «My Way» que sirvió de base a una campaña publicitaria de Airtel como con la canción «Mi matadero clandestino», que formó parte de la banda sonora de la película Batman y Robin—; sin embargo, «Años ochenta» era su buque insignia. Si Deluxe era la sencillez y la mansedumbre, los de Iván Ferreiro eran la rebeldía y la complejidad. Salvando las distancias, hubo un tiempo en el que el indie español se debatía entre Deluxe y Los Piratas como el britpop se había debatido entre Oasis y Blur. Algo que funcionaba muy bien a nivel comercial, pero que no tenía nada que ver con el espíritu del fenómeno al que pertenecían ambos grupos.

A estas alturas, la profesionalización de la corriente indie era más que evidente. En el circuito se multiplicaban los sellos y los mánagers y los representantes y los promotores, fuesen estos grandes o pequeños. Se habían fortalecido los canales de venta, había surgido todo un universo de prensa especializada a su alrededor, los grupos más potentes grababan en estudios de primer nivel fuera de España y se firmaban contratos discográficos exhaustivos. El entramado empresarial de la música independiente, una década después, no parecía muy distinto al tradicional.

No obstante, al calor de la industria fueron apareciendo nuevas bandas y artistas que mantenían intacto, a pesar de sus propias circunstancias, el espíritu del movimiento indie. En muchos casos, porque su origen se hallaba en las primeras etapas del mismo, como Julio de la Rosa, que provenía de El Hombre Burbuja; o Tachenko, formado por Sergio Vinadé y Andrés Perruca, que provenían de El Niño Gusano, junto a Sebas Puente; o La Costa Brava, fundado por Sergio Algora de El Niño Gusano y Francisco Nixon de Australian Blonde. Pero también florecieron grupos que eran fieles a la misma idea a pesar de su juventud musical, como Maga, Niños Mutantes, Lori Meyers o McEnroe. Es en esta etapa, marcada por la irrupción incontenible de las plataformas de música online en diferentes formatos, cuando la oposición a la nueva manera de entender la música independiente, tan alejada de su esencia, se generalizó entre sus seguidores más ortodoxos. El indie había abandonado la contracultura para ser solo un calificativo con el que se designaba a una serie de grupos interesados en formas más o menos alternativas de entender el rock y el pop. Una serie de grupos que, a pesar de todo, completaban el aforo de los festivales y en cuyas canciones se veía reflejada gran parte de una generación. No es difícil comprender por qué tantos de los que habían conectado con el movimiento en sus inicios y que querían creer que la singularidad de sus gustos musicales los hacía especiales no encontraban ahora ningún atractivo en coincidir con la mayoría. El problema es que en vez de apuntar hacia sí mismos, culparon a la música.

Dos bandas que venían tocando y haciendo canciones desde finales de la década anterior, sin embargo, se encontraron en esta época con el éxito más arrollador. Love of Lesbian, que habían iniciado su carrera en 1997, y Vetusta Morla, que lo habían hecho al año siguiente, se unían ahora a Xoel López e Iván Ferreiro en los altares del indie —o lo poco que quedaba de él—. Xoel López se encontraba entonces iniciando un nuevo proyecto en solitario alejado del sonido de Deluxe e Iván Ferreiro hacía lo propio, habiendo transcurrido ya varios años desde la separación de Los Piratas. Con 1999 (o cómo generar incendios de nieve con una lupa enfocando a la luna), publicado en el año 2009, Love of Lesbian conseguía el disco de oro e iniciaba una gira de conciertos que duraría dos años. Por su parte, Vetusta Morla también alcanzaba la certificación de disco de oro por el álbum Un día en el mundo, que había salido al mercado el año anterior. Ya no eran solo dos grupos en los que se interesaba el colectivo indie por el hecho de pertenecer al mismo. Eran dos grupos con su propia legión de seguidores. Y eso, a pesar de sus orígenes, a pesar de su naturaleza, los alejaba de los sectores más fundamentalistas de la música independiente.

Xoel López, Sala Custom, Sevilla, 2014. Foto: Gabriel R C (CC).

El indie continuó su camino por derroteros distintos a los de Xoel López, Iván Ferreiro, Love of Lesbian o Vestusta Morla. Todos ellos seguían llenando festivales y auditorios, seguían conservando el carácter alternativo con el que habían emergido en la escena musical, pero el público indie ya no los sentía como propios. Los colocaba al lado de grupos y artistas que, por un motivo u otro, nunca habían sido considerados realmente parte del circuito independiente, como Sidonie, Quique González o Nacho Vegas. Mientras otras bandas y artistas como Dorian, We Are Standard, Annie B Sweet o Polock se hacían un hueco en la zona noble de los carteles, la división entre los seguidores de la música independiente con respecto a Xoel López, Iván Ferreiro, Love of Lesbian y Vetusta Morla era palmaria: unos entendían que ninguno de los cuatro formaban parte ya del indie —habría que añadir a esa lista a Supersubmarina, recién aterrizados entonces en la cumbre— y otros entendían que, si esos cuatro nombres tenían cabida en la etiqueta, entonces los que ya no eran indies eran ellos.

Hoy en día, a pesar de la aparición de nuevos grupos que los sellos o la prensa especializada parecen adscribir aleatoriamente al movimiento indie, como León Benavente, Viva Suecia, Mucho o Fuel Fandango, la realidad es que ya no queda mucho de la música independiente. Al menos, de la música independiente tal y como se entendía hace dos décadas. Y los pocos que todavía se consideran a sí mismos indies no incluyen en la categoría a Xoel López, Iván Ferreiro, Love of Lesbian o Vetusta Morla. Porque venden demasiados discos, tienen demasiados fans y llenan demasiados conciertos. Una postura coherente, a fin de cuentas; no se puede negar que tiene lógica. Pero, sobre todo, porque son bandas lo bastante alejadas de lo minoritario como para que algunos teman por su imagen de eruditos musicales si confiesan que esos grupos les gustan. Una cuestión de ego y apariencia. Como siempre.

Lo curioso, en cualquier caso, es que esos artistas triunfan. Sus giras son un éxito y sus seguidores, que se cuentan por cientos de miles, esperan con ansia sus nuevos trabajos. Por lo tanto, habiendo perdido la música indie su esencia, habiendo abandonado el espíritu con el que nació, tratándose de un sector tan profesionalizado como otro cualquiera, no tiene mucho sentido desterrar a nadie del movimiento acusándolo de ser demasiado comercial. Porque, de hecho, si esos grupos han llegado hasta donde han llegado no es porque hayan sido elegidos a dedo por la industria. No es porque hayan renunciado a un determinado sonido o porque no jueguen con las mismas reglas que los demás. Han tenido tanto éxito porque su música, que no es muy diferente a la de cualquier otro grupo de los que hoy todavía se consideran indies, gusta a una gran cantidad de público. Gusta tanto que han trascendido la etiqueta y, si son los viejos ídolos del indie, es porque son los nuevos reyes del pop. Sin adjetivos. En general.

Ahora solo falta que algunos se quiten los complejos. Si el indie ha acabado reducido a cenizas es por la aversión que sus propios seguidores han terminado sintiendo por él. Y todo por no querer admitir que canciones como «Tierra» o «Turnedo», por ejemplo, son dos temazos aunque haya una gran mayoría que opine exactamente lo mismo. Todo por el miedo a ser confundido con uno más, independientemente del criterio musical de cada cual. Todo por la necesidad de parecer distinto al resto. Si Xoel López, Iván Ferreiro, Love of Lesbian, Vetusta Morla o Supersubmarina pensasen así, probablemente hoy seguirían formando parte del grupo de música más genuino y especial de su barrio en lugar de dedicarse a escribir grandes canciones, pertenezcan estas a la etiqueta que pertenezcan. Porque, en el fondo, es de lo que se trata. De hacer buena música. Todo lo demás es esnobismo.

Rotuletors en Lavapiés + Vetusta Morla (La Banda del Rotu / RBN + MUFASA). Foto: Astro Naut // Street Art (CC).


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